“Únanse al baile de los que sobran…” suena en un balcón la banda improvisada de 9 jóvenes en pleno centro de Santiago. Cantan la emblemática música ochentera de Los Prisioneros, mientras abajo miles de manifestantes espontáneamente se unen, en dolor y en esperanza, como si algo de repente los hubiese hermanado, algo que sobrepasa sus creencias, sus miedos, su desconcierto: sus vidas individuales se trasformaron de repente, como las de millones de chilenos, en algo más que algo propio.

Si Chile despertó de un letargo, si la olla a presión reventó, si la ciudad de la furia se sacudió, si fue la capacidad anticipadora de las demandas estudiantiles, si fue la incapacidad del gobierno, si fueron décadas de aplastantes injusticias y de desconexión entre las elites económico-políticas y la gente, si fue el sistema y sus inequidades estructurales, si fue una crisis moral e institucional, si fue todo esto junto, serán otros análisis y otros los tiempos quienes lo revelen.

Lo cierto es que he vivido las calles del centro de Santiago durante y después del estallido social del recién pasado viernes 18 de octubre y he respirado sus iras, sus miedos, sus reivindicaciones. ¿Quién hubiera sido capaz de anticipar que las manifestaciones estudiantiles marcadas por una semana de evasiones masivas escondían el anuncio de un quiebre institucional sin precedentes en Chile? Pero ¿fueron los estudiantes y sus petitorios solo la gota que rebalsó el vaso? Lo que es cierto es que sin esa gota hoy no estaríamos atónitos haciéndonos todas las preguntas que nos hacemos.

Es a los jóvenes y estudiantes chilenos que debe ser dirigida la mirada en esta hora. Son ellos a quienes he encontrado contundentemente por las calles de Santiago con miles de pancartas diferentes, con miles de causas entre sus manos, todas hijas de la misma causa: otro horizonte es necesario. En un escenario político sordo, han sido los estudiantes y jóvenes quienes catalizaron contundentemente la depresión y la pobreza de sus abuelos y la impotencia endeudada de sus padres. Sí, mientras Chile se jactaba de ser el país con la economía emergente más estable y más alta de Latinoamérica, incubaba en el alma de sus estudiantes un descontento multidimensional; reacción a la violencia estructural de un sistema que produjo demasiada infelicidad junta.

Nadie quiere ni quiso el vandalismo desenfrenado que ha dejado injustamente en muchos lugares sin sus bienes más urgentes justo a quienes más lo necesitan, que ha destrozado partes vivas de nuestra ciudad. Menos aún, nadie ha querido ni las muertes ni las violaciones a los derechos humanos que han remecido nuestras memorias. Necesitaremos demasiado tiempo para reparar esta trágica paradoja. Sin embargo, hay otro foco que tampoco podemos perder: el levantarse de una ciudadanía empática y comprometida. En las manifestaciones y protestas transversales y pacíficas que han ido llenando de anhelos comunes las plazas y las calles de Santiago, los jóvenes han sido los verdaderos actores; ellos los principales voluntarios que inmediatamente comenzaron a trabajar en la reconstrucción de la ciudad. Hoy miles de jóvenes en una de las manifestaciones más multitudinarias de Santiago levantaban las manos ante las fuerzas militares gritando “sin violencia”.

¿Era necesario este estallido y sus costos para salir del trágico individualismo al que parecíamos sometidos y destinados sin vuelta? Si fuera esta la hora propicia para dar razones de una esperanza, las daría mirando a “los cabros”, a los jóvenes, que han sido centinelas en esta noche. En las mesas de diálogo que el nuevo Pacto Social requiere se necesitará más que nunca dar espacio a sus voces y a un real debate intergeneracional, donde nadie sobre o, mejor aún, todos y todas sin excepción nos unamos al “baile de los que sobran”.

Paula Luengo Kanacri, académica Escuela de Piscología UC e investigadora del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social

Fuente: www.ciudadnueva.com