Reflexionar desde la fe sobre temas que nos preocupan en la actualidad es la invitación que realizó Pastoral UC a distintos académicos y académicas de nuestra Universidad. Espacio en el que la profesora Paula Luengo quiso abordar el quiebre que significó la irrupción de la pandemia en nuestras vidas.
Mientras la pandemia nos sigue colocando en una “gran sala de espera” colectiva, nos preguntamos día tras día ¿cuándo empezará su fin? ¿en qué momento podremos retomar el ritmo y la forma de nuestras actividades, vínculos y proyectos? ¿cuánto queda para dejar atrás definitivamente tanta incertidumbre? Estamos ya muy cansados y estas preguntas parecen apremiantes. El ser humano siempre ha tenido una relación compleja con el tiempo, pero seguramente desde la modernidad hasta esta parte esta relación se ha vuelto tortuosa. Grandes pensadores como Goethe, Baudelaire, Thomas Mann, han observado la aceleración de la vida social, cultural e incluso espiritual. Desde las ciencias sociales se habla hoy de una teoría crítica de la temporalidad, junto al análisis de procesos de aceleración y alienación típicos de la división del trabajo. Estamos en una sociedad que permite y requiere rapidez, optimización, velocidad, productividad, es decir, hacer más con menos tiempo, aprovechar cada microsegundo, alcanzar las metas lo antes posible. ¿Cómo es que amanecemos con la sensación de estar ya atrasados desde que abrimos los ojos? Quienes no están al ritmo, arriesgan, de hecho, ser olvidados en los márgenes, quedarse atrás o a un costado, definitivamente excluidos.
Es a esta sociedad que le ocurrió -de repente- una gran interrupción: la pandemia. De un momento a otro nos encontramos sin el control de un tiempo que comenzó a dilatarse en una espera interminable, ambigua, híbrida. La impaciencia y sus efectos multidimensionales se empezaron a hacer sentir y tuvieron que ver con nuestra obsesiva necesidad de control y dominio del tiempo. Quienes nos ocupamos de salud mental sabemos, de hecho, que al origen del malestar psíquico típico de nuestros días está la imposibilidad de vivir el “aquí y el ahora”.
Del latín interruptĭo, la acción de interrumpir tiene que ver con impedir o detener la continuidad de lo que se está haciendo. Pero ¿interrumpidos en qué? ¿qué estábamos haciendo cuando de golpe las coordenadas temporales de nuestras vidas con esta pandemia se quebraron y empezamos a darnos cuenta de nuestra visceral prisa? ¿Detrás de qué estábamos tan acelerados? Me ha acompañado en estas deliberaciones una imagen. Es la imagen que los Evangelios nos relatan de una gran interrupción, de la interrupción en el camino de un samaritano. Me gusta recordarla: “En cambio, un samaritano, que iba de viaje, llegó a donde estaba el hombre herido y, al verlo, se conmovió profundamente, se acercó y le vendó sus heridas, curándolas con aceite y vino. Después lo cargó sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un albergue y se quedó cuidándolo (…)” (Lc 10,25-37). Este hombre simple y sin títulos religiosos o académicos interrumpe su viaje para cuidar a un herido inesperado. El papa Francisco sitúa esta imagen, de hecho, en el corazón de su última Encíclica, Fratelli Tutti: “Uno se detuvo, le regaló cercanía, (…) sobre todo, le dio algo que en este mundo ansioso retaceamos tanto: le dio su tiempo (…) lo consideró digno de dedicarle su tiempo.” (Cv. 63). Digno de su tiempo.
Hay aquí una profunda experiencia interior de despojo. ¿Es posible dejarnos interrumpir por esta pandemia? ¿Es posible dejarnos interrumpir por sus heridos? Esta imagen me indica lo difícil pero necesario que es predisponernos a recibir lo inesperado, a los heridos del camino, a cambiar nuestros programas, a dejar nuestros planes, a no tener otro plan que aquel de caminar atentos por el camino. Esta imagen me habla de la necesidad de tener ojos para ver, oídos para escuchar, manos para empatizar, voz para consolar a todos los solos del camino, a los invisibles, a los que quedaron atrás o en los márgenes, a nosotros mismos.
Pasábamos por las cosas sin habitarlas y por los demás sin verlos. Quizá esta pandemia, quebrando la aceleración de nuestra vida social y personal, pueda colocarnos en una vital encrucijada acerca de cómo habitaremos el tiempo, de cómo esperar con esperanza, con capacidad de percepción. Ojalá nos ayude a hacer de la interrupción un camino.
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