A poco más de tres meses desde el primer caso de COVID-19 en Chile, y a casi ocho desde el estallido social, la salud mental de la población chilena sin duda se está viendo afectada. No presentar ningún síntoma sería lo «insano», explican Claudia Araya, Dariela Sharim y Alejandro Reinoso; quienes además destacan en su columna la dificultad de aplicar un protocolo de salud mental para todos y resaltan la escucha como un valor terapéutico en sí mismo.

Desde los acontecimientos de octubre del año pasado, los chilenos no hemos tenido tregua. La pandemia se instala en un país estallado socialmente, viéndose desafiado a desplegar todos sus recursos para paliar los efectos de esta crisis que, en lo actual, incluye la muerte y su horror.

Se lee y se escucha acerca de la importancia de hacerse cargo de la “salud mental” y del “equilibrio bio-psico-social” de la población. Estos son términos aparentemente adecuados para enfrentar una crisis de esta magnitud, sin embargo, se trata de conceptos políticamente correctos, pero vaciados de sentido al momento de su aplicabilidad en el caso a caso.

Primeramente, porque el concepto de salud se presenta como opuesto a la enfermedad. En una situación como la que estamos viviendo, resultaría preocupante la ausencia de algún tipo de padecimiento. Este es parte de la reacción esperable a la incertidumbre, a los riesgos de contagio y a la vida cotidiana sanitizada. En otras palabras, estar sano, sin acusar recibo alguno de lo que está sucediendo, sería señal de “insanidad”.

Por lo tanto, levantar un discurso de “tips” para que las personas puedan vivir de la mejor manera posible su cuarentena, instala un ideal donde las demandas del confinamiento, la inestabilidad laboral, el desconocimiento de cómo evolucionarán las protestas sociales y el miedo a enfermar y hasta morir, aparecen como una realidad para la cuál se debería estar preparado. Un ideal que en estas circunstancias se podría sumar como otra demanda más que recae en los hombros de lo individual. Es decir, además de las exigencias concretas de la vida cotidiana, se sumaría la de tener una fuerza “psicológica” para hacer frente a la adversidad.

Un concepto alternativo que puede permitir situar las intervenciones en salud mental desde otro lugar es el de urgencia subjetiva. Aquí se reconoce el carácter de premura, pero se rescata al mismo tiempo, la singularidad del padecimiento del sujeto. En otras palabras, se parte de la base que cada persona enfrentará de manera muy particular la crisis actual. Esto exige al terapeuta soportar no saber qué exactamente puede ofrecer y alojar la angustia de la demanda de ayuda. Pero en la escucha de la singularidad también estará la clave del alivio que se pueda producir con esta oferta. Dicho en simple, no todos padecemos de la misma manera. El alivio no llegará vía un protocolo para todos igual, sino dándole nombre a aquello que queda fuera del discurso, es decir, de lo que “no tiene nombre”.

El segundo concepto, el del equilibrio “bio-psico-social” resulta también inquietante. Si bien es un buen recordatorio de que no todo tiene causalidad psíquica y que se requiere de un trabajo coordinado e interdisciplinario, es imposible saber a priori cuánto de lo “bio”, cuánto de lo “psico” y cuánto de lo “social” necesita cada persona o nuevamente intentar aplicar el criterio de los protocolos que respondan a un “para todos”.

No existe un marco teórico que contenga una cosmovisión psicológica que dé respuestas a todos nuestros sufrimientos y preguntas. Sería una tentación inútil buscar respuestas absolutas en la ciencia. Esto podría provocar el dejar de escuchar y de alojar lo que no se sabe. Ante la enfermedad y la muerte no queda más que guardar un respetuoso silencio. Aquí es fácil confundirse y que los terapeutas se sientan compelidos a calmar, explicar o consolar. Obviamente que hay casos en que esto será necesario. Sin embargo, no hay que olvidar que las más de las veces la demanda es por ser escuchado. La llamada “cura por la palabra” se hace más vigente que nunca. En épocas de confusión se produce un exceso de información, los medios de comunicación no descansan y los encuentros sociales están cargados de noticias e intercambio de datos. Recuperar la pausa, el alojar la angustia sin intentar aplacarla, el estar dispuesto a escuchar tiene un valor terapéutico en sí mismo. Todos necesitamos ser escuchados, pero en estos tiempos se hace más urgente y difícil a la vez. Lo que busca ser comunicado está cargado de angustia y dolor y quienes están ahí para escuchar, sin demandar un pensamiento lógico, una respuesta “madura” se hacen escasos y por eso mismo valiosos.

Claudia Araya, Dariela Sharim, Alejandro Reinoso

Académicos Área Clínica, Escuela de Psicología UC

Fuente: elmostrador.cl