No cabe duda de que en Chile hemos vivido recientemente la mayor crisis social desde que recuperamos la democracia en 1989. Muchas son las razones que se han esgrimido, argumentándose que ella se generó a partir de un profundo malestar que existe en la población, anclado en la inequidad existente en diversas áreas y en la necesidad de cambiar nuestro actual sistema político que goza de un alto desprestigio.

Como lo revela la literatura especializada, este descontento social es uno de los principales factores que despierta en la población el interés de manifestarse, participando en marchas, protestas, y especialmente en redes sociales, en las que los ciudadanos han incrementado sus interacciones en torno a la conversación política y social. Es particularmente en este espacio de participación, las redes sociales, donde se ha observado de manera recurrente un fenómeno en el que me gustaría profundizar. Yo me pregunto ¿Cuántas familias, grupos de amigos, compañeros de trabajo, y otros referentes sociales han experimentado alta tensión y conflictividad derivada de la incompatibilidad de visiones, explicaciones y expectativas respecto de cómo resolver la crisis vivida en Chile?

Me atrevo a anticipar que el fenómeno de “abandonar el grupo” o “acá en este espacio no se habla de política” se incrementó sustantivamente en estos días. ¿Por qué ha ocurrido esto? Son varias las razones que lo pueden explicar. Yo me detendré en algunas de ellas.

En primer lugar, la crisis -difundida profusamente en los medios de comunicación y en redes sociales-, ha estimulado en la sociedad chilena la emergencia de un conjunto de emociones tales como la rabia, el desprecio y ciertamente el miedo o temor y la ansiedad. Estas emociones, como bien se ha estudiado en la psicología, llevan a las personas a justificar, legitimar o participar en acciones que comúnmente son infrecuentes, como la participación en discusiones en redes sociales, en protestas e incluso en acciones que por lo general son rechazadas en la población, como los actos de violencia de las cuales todos hemos sido testigos. Sin duda, es muy probable que las emociones de rabia y desprecio hayan estado a la base de nuestras conductas en estos días y que, en condiciones de alto descontento social, hayan gatillado los fenómenos de acciones colectivas. Adicionalmente, el temor gatillado por la sobrecarga de contenidos negativos, nos paraliza y predispone a huir o evitar dichas situaciones. El comportamiento evitativo, sin embargo, también puede surgir de la ansiedad que se genera al enfrentarse a ideas distintas de las propias en redes sociales u otros entornos, agudizando la intolerancia. Esta intolerancia ha llevado a muchas personas a estar menos dispuestas a aceptar visiones distintas a las que ellas tienen o valoran, incrementando la polarización de nuestras actitudes y conductas.

Especialmente patente ha sido la intolerancia entre quienes tienen distintas posiciones ideológicas frente a las causas y formas de abordar o resolver esta crisis y, me atrevo a sospechar, particularmente entre los jóvenes y adultos revelando una brecha intergeneracional. Este es, a mi modo de ver, un aspecto importante de considerar ya que puede atentar en el mediano y largo plazo contra las bases que sustentan nuestra convivencia, cohesión social y sistema democrático.

¿Qué nos ha ocurrido que incluso en las redes más cercanas y valoradas en la sociedad chilena, la familia y los amigos, se haya dado este fenómeno? Ciertamente, las emociones a que aludí previamente pueden ayudarnos a comprender el por qué aumentó nuestra intolerancia. Sin embargo, pienso que no es lo único que lo explica y, más aún, que lo que provoca. Aun cuando hemos fortalecido nuestro sistema democrático en varios aspectos, existe abundante evidencia que revela niveles relativamente bajos de confianza interpersonal, y decididamente, muy bajos de confianza institucional (hacia el Estado, el parlamento, el sistema judicial por mencionar algunos) en la población chilena.

El deterioro de las redes de conexiones sociales y de las normas de reciprocidad y confianza (nuestro capital social) como lo hemos observado en las redes sociales durante esta crisis, dan cuenta del efecto adverso que producen nuestros niveles de intolerancia exacerbada. El capital social es un componente clave para construir y mantener los sistemas democráticos. Por tanto, en la medida que se deteriora la base de nuestras relaciones cercanas, también se atenta contra nuestra democracia. Es más, un posible riesgo es que terminemos conversando solo con aquellos que opinan parecido a nosotros mismos, incrementando el riesgo de la polarización de las ideas.

¿Cómo abordar esta intolerancia en tiempos de crisis? Por ahora lo más básico, en ausencia de un clima social de mayor tranquilidad, es que la sociedad en su conjunto abra espacios de conversaciones, especialmente entre los jóvenes y los adultos, donde todas las visiones puedan ser expresadas con respeto y donde se ponga especial foco en comprender la visión que discrepa de la propia, fomentando la empatía y aceptación del otro. Necesitamos ejercitar las funciones básicas elementales que sustentan la deliberación en nuestro sistema democrático: escuchar y dialogar considerando todas las visiones. No es una tarea fácil, pero cuando se genera en un espacio apropiado, los resultados positivos saltan a la vista.

Solo en la medida en que nos esforcemos en este cometido de manera conjunta podremos contribuir a cimentar la base para una nueva fase de superación de esta crisis, que de seguro nos hará crecer como sociedad.

Roberto González,

Pontificia Universidad Católica de Chile, Investigador Mide UC-COES-CIIR

 

Fuente: El Mercurio